No deja de asombrar la evolución de la innovación tecnológica que avanza a velocidades de vértigo. Hace relativamente pocos años Internet compartía la línea de voz y, en muchas ocasiones, o se optaba por navegar o por hablar, siendo ambas actividades prácticamente incompatibles. Y sin embargo hoy ya se habla de la conectividad 5G, una velocidad de infarto para compartir todo tipo de datos. De estos avances todos nos felicitamos y deseamos ser partícipes; estas innovaciones se hacen visibles de manera constante y están a disposición de todo el mundo. De lo que ya no nos congratulamos es del imparable avance del Alzheimer en nuestras sociedades. Porque el Alzheimer, además de ser una cruel enfermedad neurodegenerativa, es un problema sociosanitario de primera magnitud que no sólo afecta al paciente, sino a la familia y, por extensión, al conjunto de la sociedad.
Por mucho que se diga, no se conocen sus causas, no existe un tratamiento efectivo (ni curativo ni cronificante), no hay manera eficaz de prevenirla ni de pararla. Asociada a la edad (aunque tampoco existe relación causa-efecto) es, probablemente, uno de los retos sociosanitarios más importantes a los que la sociedad moderna debe hacer frente. En 2012 la Organización Mundial de la Salud alertó de la enorme dimensión que estaba cobrando el Alzheimer en aquel momento y su proyección en el medio plazo, insistiendo en la idea de que los países debían actuar de manera clara y decidida contra este problema cuyo impacto económico en el medio plazo iba a resultar insostenible para los sistemas públicos de salud. Seis años han pasado ya desde aquél llamado de la OMS y todavía España no cuenta con un Plan Nacional de Alzheimer aprobado, a pesar de que sí existe el documento que contiene las directrices que se deben seguir en un abordaje integral del Alzheimer en el país.
La urgencia de contar con un plan viene dada por la magnitud de un problema que afecta hoy a más de 4,5 millones de personas, entre familiares y pacientes, cuya atención representa un coste anual que supera el 3% del PIB del año 2016. Por su lado, la Organización Mundial de la Salud estima que de todas las personas con Alzheimer, el 9% tienen menos de 65 años; es decir, son personas jóvenes, muchas de ellas afrontando la recta final de su vida laboral, que están introduciendo un nuevo perfil en el campo del Alzheimer, con nuevas necesidades y nuevas demandas. Y lo preocupante de este dato es que hace relativamente pocos años una persona diagnosticada de Alzheimer por debajo de esta edad era, cuando menos, anecdótico; hoy se acercan al 10% y es previsible que en el medio plazo el porcentaje también se incremente.
Además, todas las previsiones apuntan hacia la duplicación de la incidencia y la triplicación del coste en el medio plazo. Por su parte, la investigación en Alzheimer (que, por cierto, recibe la mitad de inversión que la que se dedica a frenar la caída del cabello) tampoco avanza al ritmo que las personas que conviven con la enfermedad demandan; resulta deprimente y desolador que el índice de “acierto” de la investigación entre los años 2002 y 2012 sea de un 0’4%. Y mientras tanto, el número de personas afectadas y la naturaleza de sus necesidades siguen en aumento. Por lo tanto, demandar un plan nacional no sólo es una reivindicación más, sino que es de justicia.
Con los datos indicados (y otros muchos que podrían citarse) se comprende la urgencia de actuar; lo que ya no se entiende demasiado bien es la lenta reacción del gobierno para hacerlo. Por suerte, hay entidades que no están quietas ante el problema, ante el reto sociosanitario que representa el Alzheimer en nuestra sociedad. Estas entidades (asociaciones de familiares integradas en la Confederación Española de Alzheimer, sociedades científicas, industria farmacéutica y de otros sectores, etc.), solas o estableciendo procesos de colaboración, son las que están trabajando para intentar mejorar la calidad de vida de los afectados y para buscar una mayor sensibilización e implicación por parte de las instituciones públicas y políticas. En muchos casos, ponen los resultados de sus trabajos al servicio de la sociedad. Aunque son muchos los ejemplos que podrían sugerirse, quisiera referirme aquí a uno que, además de innovador por su alcance práctico, también lo es, y mucho, por la propia organización metodológica seguida, habiendo sido capaz de reunir en torno al mismo proyecto a prácticamente todos los profesionales de la salud (atención primaria, neurología, geriatría y psiquiatría), a la industria farmacéutica y a las organizaciones de familiares de personas afectadas. Se trata del proyecto MapEA, Mapa de la enfermedad de Alzheimer y otras demencias en España, cuyo objetivo principal ha consistido en analizar y recoger de forma detallada el estado de los recursos disponibles para el manejo de las personas con Alzheimer y del proceso asistencial a lo largo de la geografía española, así como detectar las áreas de mejora existentes y canalizar las recomendaciones oportunas para su uso como referencia por los agentes interesados en diseñar planes y estrategias dirigidos a mejorar la calidad de la asistencia social y sanitaria.
La información contenida arroja luz sobre la dotación de recursos que existe en cada una de las Comunidades Autónomas para atender a las personas con Alzheimer. Es un magnífico ejemplo de cómo la sociedad civil intenta avanzar a una velocidad similar a como lo hace el Alzheimer y sus consecuencias, buscando “allanar” el camino a la Administración, ofreciéndole información y herramientas para que tome conciencia de que el famoso “5G” no es sólo cosa de los móviles, sino también de la velocidad a la que avanza el Alzheimer en nuestra sociedad. Todos somos necesarios para afrontar este reto. El Plan Nacional de Alzheimer es necesario ya.
Fuente: biotechmagazine.es