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Alzhéimer, infartos, depresión... Así te enferma vivir en una gran ciudad

Flores tropicales, orquídeas, helechos por doquier, musgos de un verde insultante y una selva tropical intacta repleta de palmeras, cícadas y coníferas. No estamos describiendo el edén sino Singapur, la ciudad jardín asiática. Y es que, a pesar de que en el imaginario colectivo su nombre suele asociarse con grandes rascacielos y hormigón, se trata de una de las urbes con más zonas verdes del mundo. Nada menos que el 47% de su superficie está cubierta por jardines y bosque.

Eso no sólo implica que los singapurenses disponen de más espacio que la mayoría de los urbanitas donde salir a correr, organizar pícnics o sacar a pasear al perro. La cantidad de zonas verdes de una ciudad condiciona en gran medida la salud física y mental de sus habitantes. De hecho, cada vez son más los estudios que demuestran que vivir en las metrópolis está produciendo cambios importantes en el sistema inmune humano, la esperanza de vida, el desarrollo del cerebro e incluso la conciencia ecológica. Algunos para mejor y otros, por desgracia la mayoría, para peor.

Para saber cuánto tiempo pasa una persona en la ciudad, inmersa en el caos del tráfico y el trasiego de sus calles, no hace falta preguntarle. Se puede averiguar explorando su corteza prefrontal subgenual con un escáner. Cuanto mayor es el contacto con el caos urbano, más se activa esta zona del cerebro. Lo inquietante es que, como advertían Gregory Bratman y sus colegas de la Universidad de Stanford (EE UU), las neuronas de este área son las encargadas de rumiar, es decir, de darle vueltas una y otra vez a los mismos pensamientos. Sobre todo, negativos. Rumiar en exceso suele desembocar en depresión, lo que explicaría por qué esta enfermedad es más común en los urbanitas que en la población rural. La buena noticia es que Bratman también comprobó que un paseo de unos 50 minutos pone fin a la peligrosa rumiación, con el consiguiente beneficio para la salud mental.

No acaban ahí los beneficios de una caminata por el parque. Si cada vez se te dan peor los cálculos mentales, y con frecuencia te sorprendes en mitad del pasillo intentando recordar qué ibas a hacer cuando sonó el teléfono, puede que pasar demasiado tiempo en el entorno urbano esté afectando a tu memoria de trabajo. Suerte que la capacidad retentiva se recupera después de una hora en plena naturaleza.

Un paseo de 50 minutos en la naturaleza repara la mayoría de los daños

La vida en la ciudad produce otro cambio indeseable en la sesera: modifica la respuesta al estrés. En un experimento reciente, el psiquiatra alemán Andreas Meyer-Lindenberg pidió a una serie de voluntarios que resolvieran cálculos aritméticos para, a continuación, criticar sus resultados en voz alta asegurándose de que escuchaban sus comentarios negativos. El investigador comprobó que la reacción ante el estrés social generado por esas críticas dependía de si vivían en el campo o en la ciudad. Concretamente, la amígdala, el sensor natural del peligro, y la corteza cingulada, que modula las respuestas emocionales negativas, se activaban con más fuerza en los urbanitas. Según Meyer, el resultado justifica por qué la esquizofrenia, los trastornos de ansiedad y otras enfermedades mentales son más frecuentes en la metrópolis.

Incluso el riesgo de sufrir demencia parece aumentar por culpa de las ciudades. Un estudio de la Universidad Lancaster (Reino Unido) demostró que inhalar el aire contaminado de las grandes ciudades hace que en la mollera se acumulen partículas de magnetita. Este metal es muy tóxico, impide la función normal de las neuronas y podría contribuir a la enfermedad de alzhéimer.

Claro que las consultas de los psiquiatras no son las únicas que rebosan en las urbes. Los cardiólogos también acumulan trabajo. Entre otras cosas porque la ciudad duplica el riesgo de que las arterias coronarias acumulen calcio y se vuelvan rígidas. Sobre todo entre quienes viven en el centro de la ciudad, como aseguraba el Journal of Internal Medicine, donde culpan a la contaminación aérea. La polución aumenta asimismo la presión arterial, disparando el número de infartos y ataques cardíacos. Y eso termina reduciendo la esperanza de vida.

De lo que sí se salvan los urbanitas es de morir a manos de los microbios de la lepra y la tuberculosis. Un estudio londinense demostró que gracias a la vida urbana la especie humana ha desarrollado una variante genética que protege a las poblaciones asentadas históricamente en las ciudades de estas dos enfermedades.

En otros aspectos, sin embargo, el sistema inmune sale bastante mal parado por la vida urbana. La falta de contacto con la naturaleza aumenta la prevalencia de alergias, asma, inflamaciones crónicas y enfermedades autoinmunes. Para explicarlo los expertos recurren a la hipótesis de la higiene, que sostiene que si no nos exponemos a ciertos microbios e infecciones, sobre todo en la infancia, nuestro sistema inmune no se desarrolla correctamente. En otras palabras, hace falta dejar que los niños se ensucien con la tierra, jueguen con los animales y gateen a sus anchas para que desarrollen las defensas que necesitarán el resto de su vida.

A Peter Kahn, de la Universidad de Washington (EEUU), también le preocupa lo que se pierden los chavales de las grandes metrópolis. Sobre todo porque muchos crecen sin contemplar nunca algo tan básico como un cielo estrellado. Según Kahn, esa ausencia extrema de contacto con la naturaleza está favoreciendo una «amnesia generacional ambiental». «Si una persona crece habituada a la suciedad del asfalto, y además hereda un mundo con una naturaleza mucho más degradada que la que disfrutaron sus progenitores, y más inaccesible, considera que eso es lo normal», explica a PAPEL. «Es difícil que te preocupes por salvar la naturaleza si no interactúas con ella». Y las consecuencias para las futuras generaciones podrían ser desastrosas.

Pero no hay que dar la batalla por perdida. La mayor parte de estos problemas se solucionarían integrando espacios de interacción con la naturaleza. Y ya hay muchos proyectos en marcha para lograrlo. Porque si de algo pueden presumir los habitantes de las ciudades es de creatividad. Un estudio del prestigioso instituto MIT demostró que la productividad y la innovación es muy superior en las áreas urbanas que en las rurales, e incluso crece más rápidamente que su población. Es decir: a medida que aumentan de tamaño, la generación de ideas se acelera y el número de inventos per cápita aumenta.

Dicho de otro modo, en términos de creatividad, una urbe no es sólo un pueblo grande. La posibilidad de interactuar con más personas dispara el ingenio. Y si el momento ¡Eureka! llega paseando por un parque, mucho mejor.

Fuente: elmundo.es

Con la colaboración de