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Alzheimer. Lluvia. Recuerdos.

Si algo cabe que pudiera ser extremadamente real en este mundo eso solo serían los recuerdos. Y no los recuerdos en general, sino los de cada uno de nosotros, en nosotros. 

Nada de lo que hay a nuestro alrededor tiene existencia, porque ya ha sido o será. Es un juego mental bien sabido y asumido. Frente a ello, los recuerdos son la forma más pura e íntima de creación, quizá la única posible para llegar a usurparle el trono a cualquier dios por un instante. Son nuestra creación más perfecta e irrebatable (neologismo que regalo a la Real Academia de la Lengua a cambio de que se tranquilicen un poco a la hora de aceptar tanto palabro de efímera existencia).

Los recuerdos, como cualquier otro estupefaciente, entrañan riesgos. Su poder autónomo abre de inmediato caminos inquietantes. ¿De verdad podemos estar seguros de que alumbramos ese o aquel recuerdo, el que queremos y no otro, como quien descorre un velo, sin alterarlo? Más aún, ¿podemos garantizar que no es el recuerdo el que nos domina, haciéndonos creer que somos sus creadores cuando es él quien condiciona nuestra conciencia en su conocimiento? Inventamos fantasmas que terminan por poseernos.

La sociedad de este plúmbeo siglo XXI se estremece a coro ante el Alzheimer. Perder los recuerdos es una maldición cotidiana que observamos a nuestro alrededor como si un verdugo loco hendiera cuellos sin ningún criterio. Se nos disloca el entendimiento y el alma al ver como alguien que nos es cercano pierde su humanidad al perderse a sí mismo en sus recuerdos. 

Un paciente de Alzheimer o un demenciado es un hombre parcial para este mundo ¿nuestro?, un sujeto carente de referencia e identidad por ser incapaz de justificarse como creador de realidades. Un incapaz de existencia porque, paradójicamente, no concedemos marchamo de vida al que no puede administrar su catálogo de vivencias muertas ya que no puede resucitarlas.

En el momento de la consagración, el creyente vive con una intensidad carnal el instante en que Dios se humaniza en el Cristo, se comparte en pan y vino, anunciándolo a sus próximos de aquella cena que son también los próximos que en cualquier iglesia, ermita, catedral o local comercial de barrio inmigrante y obrero aún se atreven a resucitar/se en ese recuerdo. Puro presente eterno, anticipo material de lo más incierto.

Fuente: lacronica.net

Paseo por las calles de esta ciudad y no sé si la lluvia de hoy es lo que vivo o lo que recuerdo.

Con la colaboración de