La escena mañanera recuerda la hora de la llegada a la escuela, aunque con los roles intercambiados. Aquí es Montse la que lleva pacientemente de la mano a Rosa, su madre, como si fuera una niña pequeña. Y así van entrando, uno detrás de otro, los usuarios del centro de día Rosa d’Abril de la Associació de Familiars de Malalts d’Alzheimer de Tarragona, AFAT.
Igual que Rosa, un 94% de los pacientes con Alzheimer es cuidado por un familiar, generalmente una mujer. Así lo indica el estudio «El cuidador en España», realizado en 2016 por Ceafa (Confederación Española de Asociaciones de Familiares de personas con Alzheimer) en colaboración con Sanitas. Destaca, además, que el 69% de las personas considera algo natural cuidar de un familiar.
Pero el sólo vínculo: ser hija/o, nuera, cónyuge... no prepara para convertirse en cuidador.
Calcula Ceafa que un neurólogo suele emplear unos siete minutos en comunicar el diagnóstico. A partir de allí, reclaman las familias, apenas hay quien les informe de lo que se les viene encima: la evolución de la enfermedad, los cuidados necesarios, los recursos disponibles... Montse cuenta que escuchó lo que el médico decía pero no lo asimiló. Su padre, también mayor, sigue sin entenderlo.
Sin saber a qué atenerse
Elena, que cuida a Miguel, su padre, dice que «la información es lo más precario. Te dan un diagnóstico y luego tienes que buscarte la vida, te sientes desnuda, abandonada». Recuerda que le preguntó al neurólogo si sabía de algún sitio donde pudieran ayudar a su padre y el especialista no tenía idea. Después de preguntar aquí y allá fue cuando escuchó hablar del Rosa d’Abril, donde ahora le lleva cada mañana.
Y es que, en la práctica, son las asociaciones de familiares las que han terminado por organizarse para recopilar y transmitir la información que les falta a los cuidadores.
Ese fue, justamente, el origen de AFAT, según cuenta su presidente, Jaume Solé. Todo comenzó hace 20 años, cuando a Rosa, su madre, le diagnosticaron Alzheimer y él se convirtió en su cuidador. Se vio igualmente perdido, buscando en los pocos libros que había disponibles en un momento en que internet no era lo que es hoy. «Era una enfermedad semidesconocida, nos tocó ser autodidactas», relata, a la par que recuerda el sentimiento de impotencia. Cuatro familias se decidieron entonces a fundar la asociación, que no sólo da servicios como el del centro de día para los enfermos, sino que ofrece asesoría en cuestiones médicas, psicológicas, legales, económicas o de asistencia social relacionadas con la demencia.
31.000 euros al año
Y, una vez que se tiene el diagnóstico, toca reorganizar las vidas de los que están alrededor: traslados, reducciones de jornada en el trabajo, renuncias... Montse, por ejemplo, cuenta que «todavía no he sido capaz de reorganizarme».
La reorganización suele ser, además, económica. Según un estudio de la Universidad de Navarra, cuidar a cada enfermo cuesta una media de 31.000 euros anuales a las familias.
¿Y las ayudas? «Son ridículas», dice Montse. A su madre, por ejemplo, después de cuatro años le han dado por fin una ayuda por la Ley de Dependencia, sólo que se la otorgaron en base al estado en que estaba durante la evaluación, hace cuatro años, y ahora, obviamente, la enfermedad ha avanzado. En resumen, la ayuda consiste en una persona que acude a su casa hora y media dos días a la semana.
Alba, que cuida de su suegra, María, explica que en su caso cuentan con unas horas de alguien que les ayuda con las tareas domésticas tramitado por el Ayuntamiento de Tarragona. En su caso, su suegro, que fue el primer cuidador de su suegra, sí que recibía 200 euros mensuales por cuidarla, «pero se los quitaron porque dijeron que en el estado que estaba él ya no podía cuidarla a ella. ¡Y nadie preguntó quién la cuida ahora!», reclama.
Solé explica que, en su momento, la Ley de Dependencia abrió una esperanza que acabó en frustración. Las prestaciones tardan mucho y, cuando llegan, son insuficientes y no se adaptan a las necesidades del enfermo en el momento.
Un impacto brutal
Pero aunque el bolsillo preocupa, no es de lo que más hablan los cuidadores. «El impacto psicológico es brutal, terminas agotado, con insomnio... Y además te parece imposible que la persona que te ha enseñado todo no te reconozca. Eso te cambia la vida», reconoce Solé.
Y además, hablar de emociones no es fácil; por eso cuenta Alba que se siente aliviada cuando acude a los grupos de ayuda mutua de la asociación. «Puedes hablar con gente que está pasando por lo mismo, que te entiende». En la asociación la conocen por su optimismo, «pero también lloro», aclara.
En muchos casos los cuidadores se ocupan no sólo del enfermo, sino que son el referente de hijos, nietos y de otros mayores de la familia. En el caso de Alba también está su suegro, que ha sido incapaz de entender la enfermedad de su mujer.
Montse pasa por lo mismo con su padre: «Después de ser cabeza de familia y encontrárselo todo hecho, ahora no entiende que le reclame que haga algo y ella le responda ‘no tengo ganas’...». Las discusiones son eternas. Con todo, hay momentos dulces. Escasísimos, pero los hay. Solé relata que cuando se van todos los recuerdos a veces se abre una ventanita, como la sonrisa que esbozaba su madre cuando veía pasar a los Nanos desde su piso en la plaza de la Font, seguramente recordando las fiestas de Santa Tecla de cuando era pequeña.
Montse coincide: no tienen precio esos gestos que recibe de tanto en tanto y que le suben la moral, como cuando su madre le dibuja una tarjeta de cumpleaños o del día de la madre (otra vez como en el cole) y le da un abrazo inesperado.
Fuente: diaridetarragona.com