Ellos también pasan el día como pueden: leen la prensa, hacen videollamadas con familiares y salen un rato al balcón cuando cae el sol de forma oblicua. En el balcón de Miguel, de 82 años, la luz cae efímera pero intensa: desde que amanece y hasta las diez y media de la mañana. Igual de efímera que las visitas de Carmen, su hija, que le lleva la prensa cada mañana y charla un rato con él.
“Papá, tus amigos te han enviado fotos al teléfono, ¿las vemos juntos?”. Carmen, que vive a dos calles, en pleno centro de Barcelona, dice que hasta hace unos meses su padre hablaba con amigos y familiares por WhatsApp; que manejaba con destreza, aunque hace tiempo que tiene que ser ella quien le ayude con el teléfono. Miguel tiene alzheimer, grado 1. Vive con su mujer, que es junto a su hija, su principal cuidadora.
“En el hospital le recomendaron hacer ejercicio físico. Lo hacemos en casa, claro. Pero noto que está triste desde que no sale a la calle. Hace una semana salimos juntos a la farmacia para que se moviera un poco y encontré una mejoría inmediata; fue brutal: el resto del día y al día siguiente parecía que tenía más energía”.
Un mes y medio sin salir de casa es un abismo para un enfermo de alzheimer. “Serán interesante los estudios que intenten comprobar a posteriori cómo afecta a un paciente con esta enfermedad estar durante tanto tiempo encerrado”, explica a la SER Nina Gramunt, neuropsicóloga y responsable del área social de la Fundación Pasqual Maragall.
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