La exigencia continua, la monotonía, la falta de sueño o de vida social reflejan la vida de parejas o hijos que deben recurrir a ayuda externa en la mayor parte de los casos
«Oye ... ¿dónde estamos?», dice ella muy bajito. Maite acaba de comer en la mesa de la cocina con su hijo Fernando. «En casa, ama, en casa», le tranquiliza él. Ella se conforma con la explicación y sonríe. No será ni la primera ni la última vez que haga esta pregunta. Poco a poco, ambos se encaminan hacia una sala soleada en la que Maite comparte sillón con una perrilla blanca y rizada de 12 años que se llama Kali. Ya sentada junto al ventanal se ensimisma ante la tele.
La serie 'La que se avecina' y después 'Amar en tiempos revueltos' son su menú habitual para pasar la tarde, aunque a veces, sin darse cuenta, pulsa alguna tecla del mando y en la pantalla aparecen otras figuras. «Ella sigue mirándola igual de contenta», dice Fernando. «La perra es ya muy vieja», advierte Maite, que tiene 91 años aunque está casi segura de que está a punto de llegar a los cien.
El Alzheimer llegó a casa de los Merino Pérez de Arriluzea, en Tolosa, como hace siempre, amenazante, con fuerza para cambiarlo todo, como una tormenta que agita la normalidad de la convivencia. «Lo peor fue cuando me di cuenta de que mi madre ya no era mi madre», asegura Fernando, que con la ayuda de su hermana Maite y de una mujer que va dos veces por semana a limpiar la casa, se encarga de cuidarla.
«Lo peor fue cuando me di cuenta de que mi madre ya no era mi madre, aquella mujer que era la bomba»
«Al principio no sabíamos cómo actuar, porque se enfadaba con nosotros si le ayudábamos»
«Vamos a buscar ayuda porque cuidar de ella cada vez se hace más duro y más agotador»
Buscan ahora asistencia domiciliaria porque la vida comienza a ser cada vez más dura, más monótona y más agotadora. Las noches en vela son cada vez más frecuentes y las horas de sueño cada vez son menos.
Fernando sabe que su madre Maite nunca será aquella mujer «que era la bomba», aquella «supermadre» cariñosa que cocinaba, planchaba, cosía, guapa como una actriz de cine, peluquera antes de casarse con Félix, su marido fallecido hace diez años. Alegre y entregada después a su propia madre, a Fernanda, que también contrajo el Alzheimer.
Las 24 horas del día
La monotonía, la necesidad de cumplir unas pautas estrictas cada día y no poder dormir por la noche caracterizan la vida de Fernando y la de su madre, que no sale de casa desde hace años. De lunes a domingo, él se levanta, desayuna y va al dormitorio de ella. Comienza entonces la pelea diaria para que su madre haga lo mismo. Porque cuando se despierta Maite no quiere salir de la cama, ni asearse, ni vestirse. Su hijo lo consigue cada mañana, la arregla y hace algo que para él es muy importante: maquilla sus hermosos ojos claros, la peina y le da un toque de color a los labios. «Estar siempre guapa era importante para ella y quiero mantener eso. Cuando dejó de arreglarse, cuando se descuidó, fue cuando vimos que algo fallaba».
Tras el tira y afloja llega la hora del desayuno, de las preguntas y de la tele, mucha tele. Fernando hace la comida, la sienta en la mesa, la ayuda a comer y comienza una nueva dosis de tele mientras él friega los cacharros. La merienda estará a cargo de su hermana Maite, que vive cerca y que llega para que Fernando tenga un respiro y haga un poco de ejercicio. Poco a poco es la hora de la cena y después la de acostarse. Día tras día desde hace cinco años.
«Fernando, ¿dónde duermo?» «Oye, dónde vives tú?» «Pero, ¿estabas en casa?» Las mismas frases de cada noche, las mismas contestaciones para tranquilizar a una mujer que puede que se levante más de tres veces en plena madrugada, que pugne por quitarse el pañal y provocar así situaciones que pueden llegar a rozar lo dramático cuando Maite se cae.
«A veces he tenido que llamar a mi hermana o a mi cuñado, porque no podía levantarla, porque se me resbalaba. Intentamos tomarnos las cosas con humor, pero esto es duro, muy duro. Y menos mal que vivimos todos en el mismo barrio, y que es una mujer dócil, que no tiene episodios violentos».
La familia es de Tolosa. Cuando Maite, la hija menor, se casó con un chico de Bidebieta y tuvo a sus dos hijos, los padres, Félix y Maite, pensaron en trasladarse más cerca de la familia y poder disfrutar de los niños. Fernando, el mayor, dejó su casa de Hendaia y se fue a vivir con sus padres. «Todavía no había problemas, pero los veía mayores y pensé que estaría bien estar con ellos».
¿Cómo actuar?
Al poco tiempo de morir el padre y marido, Félix, Maite tuvo los primeros síntomas. No quería levantarse de la cama y mucho menos ducharse o quitarse el camisón para salir de casa. «Al principio no admitía que le dijéramos nada, no sabíamos cómo actuar, no se dejaba ayudar y se enfadaba. La comida se le quemaba o no se le hacía, pero siempre era culpa de la olla, del fuego que funcionaba mal. En fin. Llegamos a un trato: yo cocinaba y ella fregaba. A la semana siguiente ya no se acercaba a la cocina para nada. Le ocurrió lo mismo con la compra. Iba siempre con mi hermana Maite. Pero cada vez traía menos cosas, o nada que necesitáramos».
Nunca le gustó salir de casa, pero desde que contrajo la enfermedad, mucho menos. Ni Fernando ni Maite le obligan porque, aseguran, «no vamos a forzarla a algo que no le gusta y que no le reporta ningún beneficio». ¿Centros de día? Tampoco lo ven claro pese a que el día a día les atenaza cada vez más. «No voy a levantarla a las 8 de la mañana llueva o truene para llevarla a lanzar globos o a apretar plastilina» Ni hablar de residencias. «Puede que sea por tradición. La madre de mi madre, mi abuela Fernanda, murió en nuestra casa. La del aita en casa de otra hija. También con la familia. Queremos cuidarla hasta el final, pero eso no quiere decir que no sea duro. Muy duro».
Fuente: diariovasco.com