Ella murió demente. Arrastraba síntomas claros desde hacía más de un año, pero aún podía ir a la peluquería sola. Hasta que, un día, dejó de reconocer a su marido. No había cumplido los 80 y, en mes y pico de hospital, una patología voraz fue desconectando sus funciones vitales hasta que su corazón dijo basta. Hoy escribo sin saber todavía qué tipo de demencia padeció a la espera de conocer los resultados de su necropsia, paso previo a que su cuerpo fuera donado a la ciencia. Como Ella siempre quiso.
Porque demencias hay muchas. Y casi nunca son como las imaginamos. La imagen de una viejecita olvidadiza -Ella que antes se acordaba de todo- no es más que una cara, la más reconocible, de un fenómeno poliédrico, transversal e invisible.
Fuera de residencias, hospitales y dramas familiares no trasciende el alcance devastador del trastorno cognitivo, la desconexión que el cerebro puede llevar a cabo en cuestión de semanas o días. La muerte cerebral progresiva manda mensajes innegociables al resto del cuerpo.
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