El tiempo es el mismo para todos los seres vivos de la Tierra, pero no en todos provoca los mismos efectos. Los hay, como los humanos, que envejecen a lo largo de décadas. Otros, sobre todo muchos insectos, viven unos pocos días, apenas hasta que se reproducen. Algunos, como las hidras (una especie de medusas de río), son eternamente jóvenes. Incluso dos especies genéticamente casi idénticas, como las ratas y las ardillas, tienen esperanzas de vida muy diferentes. Las primeras apenas de tres o cuatro años, mientras que las segundas superan las dos décadas. Cada vez son más los científicos que sospechan que envejecer -debilitarse e ir perdiendo capacidades hasta que el cuerpo dice basta- no es un proceso impepinable, grabado a fuego en todos nuestros ADN. Que, con matices, no tiene por qué ser la inevitable cruz de la moneda de estar vivos.
A partir de esta premisa, la investigadora María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), y la periodista Mónica Salomone han publicado 'Morir joven, a los 140' (Paidós), un libro que desgrana varias líneas de investigación, aún relativamente incipientes, que buscan prolongar la vida de los seres humanos de una forma radical. En vez de enfrentándose a las enfermedades cuando ya están ahí, quieren frenar la que a menudo es su causa: el envejecimiento. ¿Cómo? Fomentando los mecanismos biológicos de la juventud.
«La evolución no ha seleccionado genes que nos hagan envejecer», explica Blasco. Se refiere a que en el cuerpo humano no existen -o al menos no se conocen- mecanismos programados para, a partir de un determinado momento, empezar un proceso de decaimiento. Sí los hay para que empiece la pubertad, o para que se caigan los dientes de leche, pero no hay ningún reloj genético que le diga a un organismo que ha llegado la hora de perder cualidades y vitalidad. «Una vez que pasas la edad reproductiva, nada se ocupa de ti», matiza Salomone.
Fuente: larioja.com