Recuerdo cuando, siendo una niña, visitaba a mis abuelos Manuel y María, ambos granadinos. Subir las escaleras hacia su rellano siempre era motivo de alegría; sabía que, probablemente sobre la mesa de la cocina, habría una fuente repleta de rosquillas o de jugosos pestiños bien empapados en miel. Pero lo que más me gustaba era aproximarme a la puerta de la vivienda y escuchar desde el rellano la música que sonaba en la casa.
Mi abuelo era aficionado al flamenco. En su salón siempre se podía escuchar a Manolo Caracol, La Niña de los Peines o Pepe Pinto. A mi abuela siempre la podías escuchar tarareando algún estribillo, con ese acento andaluz del que no se había desprendido pese a todos sus años viviendo en la capital. Escucharla cantar era sinónimo de felicidad. Y es que la música, como sentenció Platón, “es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo”. Unos beneficios, los de la música, que hace posible la musicoterapia, entendida esta, según la Federación Mundial de Musicoterapia (1996), como "aquella actividad que utiliza la música y/o sus elementos (sonido, ritmo, armonía y melodía) para promover y facilitar la comunicación, las relaciones, el aprendizaje, el movimiento y la expresión, satisfaciendo las necesidades físicas, emocionales, mentales, sociales y cognitivas de las personas”.
Más información: El País