El alzhéimer es una enfermedad que desguaza la memoria de quien la padece y trincha la vida de sus cuidadores. El ingeniero Pere-Andreu Ubach (Barcelona, 1978) ha atendido a su padre desde el 2010 hasta que el grado de deterioro -no reconocía su propia casa y quería ir a la de su infancia- aconsejó el ingreso en una residencia hace un par de semanas.
-Un buen día no recordó cómo arrancar el coche. Más adelante, no logró abrir la puerta de casa. Luego, en lugar de calentar un vaso de leche en el microondas durante cuatro minutos, lo programó 40 y se fue a dormir (el vaso y el plato de pírex se convirtieron en pasta). Pero la mayor alarma saltó cuando, en una discusión con mi madre, noté una clarísima falta de lógica en su réplica.
-El diagnóstico confirmó lo peor. Me lo notificaron cuando estaba embarcado en un avión de vuelta desde Singapur. Lloré durante las 13 horas de vuelo. Y eso que no tenía ni idea de la dimensión del problema.
-¿Gigantesca? Sobrepasa a cualquiera. Cuidas de un adulto que tiene su propia libertad -merecida- pero que va adquiriendo atributos de un niño, solo que se va deseducando. Cada vez que se rompe algo dentro de él, haces un duelo.
-¿Remueve emociones contradictorias? Si tienes un mínimo de humanidad, es imposible no sentir ternura. También tienes rabia e impotencia. Al principio, él no sabe que la enfermedad afecta a su conciencia, y las personas que tiene alrededor le dicen que la realidad no es como la percibe. Eso le crea una gran desconfianza. Se va aislando poco a poco. Por eso, tras el diagnóstico, los hijos le hicimos la solemne promesa de que no le fallaríamos.
-No fallar supone estar a pie de obra. Yo era subdirector de un centro de investigación, y en el 2013 dejé esa responsabilidad y empecé a librar de carga a mi madre, que llegó a sufrir un ataque de ansiedad. Los enfermos reclaman una atención tan constante que desmontan a cualquiera.
-Póngame algún ejemplo revelador. Mi madre se había ido a visitar a un familiar a Valladolid. Y él decidió que quería ir a verla. Cogió un bus hacia la estación de Sants, se pasó de parada, se desorientó, cruzó la calle sin mirar y lo atropelló un coche.
-¿Se hizo mucho daño? Magulladuras. Pero cuando llegué al hospital la situación era dantesca: cuatro médicos le cogían por las extremidades, intentando atarle. Hay que revisar el protocolo que dicta poner de entrada una vía, tengan o no que utilizarla. El paciente de alzhéimer no comprende por qué le clavan una aguja. Piensa que le intentan agredir. Hay que entender la enfermedad.
-¿No se entiende lo debido? La sociedad no reconoce que el alzhéimer es una guerra, como antes lo fueron el sida, el cáncer y los accidentes de tráfico. Se debería de tratar como un asunto de Estado. Poner medios. Mientras, los familiares somos la carne de cañón. Y los recursos que dejan de generar los cuidadores en etapa productiva representan el 1% del PIB mundial.
-No tiene cura. ¿Intuye qué hacer? Una prevención contra el alzhéimer es vivir feliz.
-¿Su padre no tuvo una vida feliz? Sufrió una esquizofrenia causada por una educación nefasta. Le aplicaron terapia de electrochoque y a los 30 años se tuvo que reprogramar. Luego padeció una depresión de larga duración.
-¿Tenía antecedentes? Su madre murió de alzhéimer y su padre falleció a los 50 y pico de demencia senil. Pero no hay una predeterminación.
-Aun así, ¿no le asusta el menor olvido? Por eso he decidido ser feliz. Cada día.
Fuente: elperiodico.com