Hay dos razones fundamentales que justifican la necesidad de un diagnóstico precoz:
- El diagnóstico permite comprender los síntomas de la enfermedad y, una vez diagnosticada la patología, ya se puede prescribir una terapia o tratamiento.
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El tratamiento de las demencias en las primeras fases de la enfermedad es mucho más eficaz.
Partimos de que los fallos de memoria no son siempre los síntomas de una incipiente demencia. Las facultades mentales se alteran con la edad, pero envejecer no es una enfermedad ni demencia. Con la vejez la velocidad de asimilación de las informaciones disminuye lo que repercute sobre las capacidades de aprendizaje y de memorización. Por ello muchas personas mayores se muestran con frecuencia distraídas; y, a su vez, dicha “distracción” les lleva a creer que comienzan a padecer una demencia, cuyo síntoma principal consiste en deficiencias de la memoria.
Sin embargo, gracias a los tests neuropsicológicos se llega a distinguir claramente entre los fallos de memoria relacionados con la vejez o con una demencia incipiente.
Cabe destacar que los primeros cambios que sufren los enfermos de Alzheimer se refieren a lagunas de memoria, dificultades de lenguaje, problemas de orientación, dificultad de reconocer objetos y personas habituales o de planificar y realizar actividades de la vida cotidiana, comportamientos extraños e inhabituales o alteraciones de la personalidad.
No siempre los enfermos de Alzheimer y sus familiares perciben estos cambios que están sufriendo durante la fase inicial. Y si el enfermo se da cuenta, puede sentir vergüenza y negar sus fallos o comportamientos extraños e incluso ocultarlos con diversas estratagemas. Esto provoca malentendidos y discordia con los familiares, ya que estos últimos sí son capaces de percibir cambios en la personalidad del enfermo si bien no comprenden por qué se comporta de manera inadecuada. Y es que al principio no se “ven” los síntomas de la enfermedad; por el contrario, lo que se percibe son fallos esporádicos más o menos destacables según las facultades anteriores del paciente.
Cuando estos fallos de comportamiento provocan un sentimiento de miedo y de inseguridad, llega el momento de acudir al médico para determinar si es necesario un examen con profundidad realizado por un especialista.
Realizar este examen –que consiste en análisis de orina y de sangre, así como electrocardiogramas- lo antes posible se revela importante por varias razones:
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Permite salir de dudas a todas las personas implicadas, ya que puede averiguarse que el enfermo padece una enfermedad curable como depresión, carencia de vitamina B12, desarreglos hormonales. El examen neuropsicológico es indispensable para evaluar las capacidades intelectuales del paciente de manera que se pueda determinar si padece demencia o no
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Aunque el diagnóstico de la enfermedad de Alzheimer produzca ciertamente un fuerte impacto, su conocimiento abre las puertas a nuevas perspectivas ya que finalmente las personas afectadas saben a qué se enfrentan.
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Los comportamientos erróneos del enfermo dejan de ser considerados una falta imputable a la persona y, en su lugar, se explican bajo los efectos de la demencia. En consecuencia, las tensiones y disputas se atenúan.
Una vez establecido el diagnóstico en el que se constata la enfermedad de Alzheimer, comienza un periodo de aprendizaje y adaptación a los diversos problemas que se plantean con el desarrollo de la enfermedad.
El diagnóstico precoz permite tomar decisiones acerca del futuro del enfermo cuando éste es todavía capaz de valerse por sí mismo. Por ejemplo, sería posible redactar el testamento u otras disposiciones que pueda desear el paciente. Pero, sobre todo, el diagnóstico permitirá una planificación de recursos y esfuerzos de los familiares o cuidadores informales para atender al enfermo.
Aunque por el momento el Alzheimer es una patología incurable, se reconoce que los tratamientos farmacológicos producen efectos positivos, sobre todo en los primeros estadíos de la enfermedad. El objetivo de las terapias existentes consiste en influenciar en el metabolismo cerebral. Así, los tratamientos no curan la enfermedad ni impiden su evolución a largo plazo pero favorecen la mejoría de las capacidades intelectuales del enfermo durante las primeras fases de la enfermedad, o al menos, el retraso o una ralentización del deterioro.